Me resulta increíble pensar que hace una semana estaba bordeando los Alpes y descubriendo un país que me sorprendería gratamente, gracias al viaje que decidí hacer a Suiza para visitar a un amigo. La realidad es que elegí ese destino, en este momento de mi vida viajera, porque él estaba allí y porque encontré un vuelo de Sofía (Bulgaria) a Basilea por poco más de 20 euros.
Sinceramente, fue poco el tiempo que dediqué a preparar este viaje porque, últimamente, me toca improvisar bastante y vivir al día, así que confié en el criterio de mi amigo para decidir qué ver. Cuando me mandó el planning y vi que no había incluido ni Ginebra, ni Zúrich, me sorprendí un poco. ¿Ninguna de las dos ciudades grandes? Y bien que hizo porque disfruté de una experiencia bien distinta a lo habitual. Una experiencia que, por supuesto, quiero compartir con vosotros en esta entrada.
Basilea, puerta de entrada a dos países.
Mi periplo empezó en Basilea, ciudad suiza que está ubicada en la frontera con Francia y Alemania y que cuenta con un aeropuerto único en el mundo: cuando llegas a él puedes elegir entre irte a Suiza o a Francia. Pese a que mi amigo me había avisado de que era bien fácil coger la salida adecuada, ¡yo me sentí como en el Un, dos, tres, cuando llegué!
Una vez que elegí la puerta correcta, cogí el autobús que me llevaría hasta la estación central de tren (Basel SBB), el número 50 -el billete me costó 4,7 francos suizos-. Desde esta parada, la última de la línea, es muy sencillo llegar hasta el centro andando -yo tardé unos 20 minutos- y recorrer los principales atractivos de la ciudad.
En mi camino me encontré la Iglesia de Elizabeth -Elisabethenkirche-; la Catedral de Basilea -Münsterplatz-, donde está el mirador Pfalz, con unas increíbles vistas al Rin, o la Markplazt. En esta última, me quedé boquiabierta con el imponente edificio del ayuntamiento -Rathaus- que, con sus 500 años de antigüedad, destaca sobre cualquier otro con sus bonitas paredes rojas. Además de su exterior, es imprescindible visitar su interior para admirar las pinturas que se hallan en el mismo.

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Desde este, seguí caminando hasta llegar a la calle Schneidergrasse, una de las principales arterias comerciales de Basilea, donde hice una parada en una bonita cafetería bio: Holzofen Bäckerei. Tras reponer fuerzas, seguí andando hasta pasar por la iglesia de St. Peters y alcanzar Spalentor, puerta de entrada al barrio judío. Una vez aquí, mi intención era llegar hasta la Torre de St. Johans, pero el día soleado y el efervescente ambiente en la ribera del Rin hicieron que me tumbase a disfrutar de la paz que allí se respiraba. Y cuando llegó la hora de irme, me encaminé de vuelta a la estación principal del tren, desde donde, en una hora, llegaría al lugar donde me esperaba mi amigo: Berna.
Berna en un día.
Pese a que es habitual que la gente atribuya la capitalidad de Suiza a Ginebra, es Berna la ciudad que cuenta con este título. Y yo tuve la suerte de llegar hasta ella el día en que se celebraba la Noche de los Museos y en el que, por tanto, las calles estaban a rebosar y con un ambiente que jamás hubiese imaginado. En esta, pagando 20 francos suizos, se podía acceder a todos los museos de la ciudad (que no son pocos) y disfrutar de espectáculos de lo más variados en sus calles y en múltiples edificios.
Entre el viernes por la tarde y el sábado por la mañana, pude recorrer las calles de Berna, atravesadas por el tranvía, y ver el Parlamento, el Ayuntamiento, el Reloj Astronómico de la torre de Berna – afamado porque se dice que fue el que inspiró a Einstein para formular su teoría de la relatividad-, o la Casa de Einstein, en la que vivió desde 1902 hasta 1909 y a la que me quedé con las ganas de poder entrar por falta de tiempo (¡volveré!). También intenté ver a los osos, símbolo de la ciudad, que viven cerca del zoo, pero parece que ellos no quisieron que los viera. Además, me encontré con una feria de compraventa de bicicletas que se organiza en esta urbe, y también en otras suizas, tres veces al año y en la que vi de dónde salen todos los vehículos de dos ruedas que inundan la ciudad.
El mismo sábado, después de la feria de las bicicletas, cogeríamos un tren que, en hora y media, nos llevaría hasta Lucerna, una bonita ciudad medieval suiza, pasando por Emmental (¡donde los quesos, sí!).
Lucerna: un puente restaurado y un león de tamaño inesperado.
Pese a que el día estaba gris y lluvioso, pude apreciar la belleza en cada uno de los rincones de Lucerna. Paseé por el Puente de la Capilla, construido en la primera mitad del siglo XIV y que cuenta con unos frescos impresionantes en su interior; admiré, desde este, la Torre del Agua, recorrí parte de su antigua muralla y quedé sorprendida por la escultura del León -¡sobre todo por sus dimensiones!-, ideada por el escultor Bertel Thorvaldsen y tallada por Lucas Ahorn entre 1820 y 1821 para rememorar a los soldados suizos que murieron en la invasión al Palacio de las Tullerías, el 10 de agosto de 1792, durante la Revolución Francesa.
Además de todo esto, también merece la pena ver el Puente de Spreuer, la Iglesia de los Franciscanos o la Iglesia de los Jesuitas pero, sobre todo, ¡perderse por sus calles! A menos que os encontréis con un día tan lluvioso como el mío…
Rondando los Alpes.
Mi último día en Suiza tuvo un tinte mucho más verde que el resto: ¡lo dedicamos a hacer senderismo!
Nuestra ruta empezó en Schwarzenburg, hasta donde llegamos en tren desde Berna, tras una hora de trayecto (por 11,6 francos suizos). Esta es apta para aquellos que están acostumbrados a andar con algo de desnivel y se puede ir adaptando en función del ritmo de cada uno. De hecho, nosotros la simplificamos un poco y evitamos ciertas zonas de bosque pero, aun así, los paisajes me resultaron espectaculares y me recordaron, en determinados momentos, a algunos de los que me encontré durante el Camino de Santiago, hace dos años.
Aunque lo mejor vendría al final de esta, unos 23 kilómetros después, cuando llegamos a nuestro objetivo: el Lago Negro (Schwarzsee), donde pudimos disfrutar de un precioso atardecer y del silencio y la paz que se respiran en él.
Para volver, cogimos un autobús hasta Friburgo (12,40 CHF) y desde esta ciudad, un tren de vuelta a Berna (por este, en un trayecto de 25 minutos, pagamos 14,20 CHF).
Sin duda, ¡no podía haberle puesto mejor broche a este viaje!
Recomendaciones prácticas para esta aventura.
Como ya he dicho antes, yo volé de Sofía a Basilea porque encontré un vuelo tirado de precio con Wizzair, ¡pero existen muchas otras opciones! Por ejemplo, desde Madrid (España) a Ginebra los vuelos suelen salir muy económicos. Yo lo estuve tanteando cuando hice el Interrail. Y si vuelas hasta allí, tendrás la posibilidad de cambiar tu moneda al franco suizo con Global Exchange, que cuenta con oficinas en esta ciudad.
Y si ya estás allí o planeas cambiar dinero a tu llegada (o a tu vuelta a casa), aquí te lo ponemos más fácil con un descuento del 15% sobre el margen aplicado a tu cambio en cualquiera de nuestras oficinas en Suiza. Para beneficiarte de este descuento, imprime y recorta este cupón y comienza tu viaje con una pequeña alegría.
© Imágenes: Miriam Gómez Blanes.